Pascua con nuestras hermanas y hermanos Purépechas

La colonia Floresta del Colli comúnmente conocida como la Noria, en Zapopan Jalisco, es un lugar donde, como en muchas de las colonias de periferia, solo llegan los ecos de una sociedad urbana; ecos porque aún no llegan los servicios elementales de salud, higiene, educación, seguridad, etc.
Este es el sitio donde el cielo sí se piensa desde la tierra. Acá vive la gente sencilla, que no busca ni ambiciona grandezas, gente que para sobrevivir tienen que trabajar largas jornadas con la esperanza de llevar un pan a la mesa de sus hijos, algo que muchas veces no se logra debido a que su trabajo no es remunerado con justicia. Naturalmente hablo de un pequeño grupo de indígenas purépechas establecidos en esta zona.
Estos hombres y mujeres luchan diariamente hasta con el idioma, porque muchas veces no entienden el español y tampoco son entendidos. Marginados e ignorados por los que sí lo hablan; ellos y ellas tienen la capacidad de hacer realidad las palabras que leemos en el Evangelio de Juan el Jueves Santo al referirse a Jesús: “…los amó hasta el extremo” Jn. 13,1 porque saben dar y darse hasta el extremo.
Ellos en medio de su fragilidad, aman hasta el extremo. Aman cuando te reciben con cariño y te abren con amor las puertas de su casa y de su corazón.
Aman al extremo cuando comparten lo poco que consiguieron para comer, sin pensar qué harán al día siguiente; cuando gozan la danza, la música y la fiesta religiosa, con y desde su gesto tímido y retraído, sorprenden con una expresión que es de acogida e invitación a la reflexión.
Cuando se juntan para vivir la fiesta, para mirar y encontrar lo positivo de la vida y de todo aquello que se les ofrece para su crecimiento humano y espiritual.
Es con ellos con quienes, un grupo de estudiantes jesuitas y nosotras, 3 religiosas de la Compañía de María Nuestra Señora, hemos vivido y compartido Semana Santa y Pascua, una experiencia que solo se comprende en su dimensión más honda si es leída con el corazón, porque toda es evangelizadora.
Nos evangelizan desde su pobreza, con su sencillez y la acogida que nos brindan porque son capaces de mirar la vida con esperanza en medio de la adversidad, de encontrar la mano y la presencia de “Tata Dios”, como ellos le llaman, en lo que van viviendo.
Con ellos aprendemos que cada día tiene una novedad, porque el Hijo de Dios, resucita cada mañana para hacer nuevas todas las cosas. Que nos da la oportunidad de luchar, trabajar, esperar… confiando en ese Dios que hace justicia al oprimido “porque caerán los opresores, exultarán los siervos, los hijos del oprobio, serán tus herederos” como bellamente lo canta el himno de la liturgia de las horas. Sin duda ellos y ellas son los herederos y herederas de la Vida verdadera, en los que cada día Dios se recrea en su sencillez, como lo hizo en María Nuestra Señora.
Aprendemos que se lucha de sol a sol para ganar el pan que nos alimenta todos los días y que esta lucha se realiza con esperanza, sin desánimo, con total confianza puesta en ese Dios que viste la hierba del campo, que hoy está verde y mañana se marchita. Mt.6,30.
Aprendemos que la alegría, la esperanza, el cuidado de la vida y de nuestro espacio Común nos dan identidad. Y esto necesariamente se logra enfrentando la adversidad, la marginación y el rechazo de una sociedad que no comprende por qué se quiere conservar un idioma, algunas costumbres que unen a la familia, que configuran, dan vida e identidad a una cultura amenazada con desaparecer en el tiempo.
Reconocemos que la inercia, el desánimo, la desconfianza, en nosotros mismos y en el grupo, no tienen cabida, van desapareciendo cuando nos comparten sus inquietudes, luchas y sufrimientos. Esto nos impulsa a caminar, a vivir este éxodo dando lo mejor de nosotros, a pensar y confiar en un futuro diferente en el que todos, al levantar la vista, podamos contemplar a un pueblo que viva con justicia y libertad.

Ma. del Refugio Bañuelos, ODN